sábado, 9 de julio de 2016

Insurrección de 1932


Ante el acoso de la pobreza, del interior del país llega a la capital una gran cantidad de campesinos pobres y enfermos, lo que ocasiona un crecimiento ciudadano sin control, plasmado en cinturones de miseria en el sur de San Salvador y en innumerables como insalubres mesones, tan denunciados y combatidos por el escritor Alberto Masferrer.

Como respuesta a esas condiciones de vida infrahumana y a diversos abusos cometidos en el agro nacional, se extremizan el sindicalismo y el movimiento obrero, dando pie al nacimiento del Partido Comunista Salvadoreño (PCS).

En la noche del 2 de diciembre de 1931, el corrompido e incapaz régimen del Partido Laborista, encabezado por el ingeniero Araujo, fue derrocado por jóvenes militares agrupados en un Directorio Cívico. Dos días más tarde, entregaron el Poder Ejecutivo al vicepresidente constitucional, general Maximiliano Hernández Martínez, quien lo detentaría por espacio de trece años, hasta mayo de 1944.
Como una de las primeras acciones del nuevo gobierno, tienen lugar las diferidas elecciones municipales y legislativas en enero de 1932. Los comicios fueron fraudulentos, llevados con poca o ninguna honestidad. Varios sitios de votación fueron suspendidos en poblaciones en las que el PCS tenía fuerte presencia, partido que participaba pese a saber que no existía libertad electoral -había libros en los que se apuntaban los nombres de los votantes y su opción política partidista- ni formas válidas para obtener el poder por medio del voto.

Ante esos hechos, las fuerzas obreras y el PCS radicalizaron sus acciones políticas, hasta considerar como única opción la de la violencia armada. Motivada por agitadores, la insurrección campesina estaba ya en marcha cuando, el 18 de enero, fueron capturados Agustín Farabundo Martí y los líderes estudiantiles Alfonso Luna Calderón y Mario Zapata, considerados entre los principales cabecillas de los movimientos antigubernamentales. Los actos de captura fueron realizados por el capitán José Sánchez Agona y por diez hombres armados, en una finca al oeste del actual Colegio María Auxiliadora, en el capitalino barrio de San Miguelito.

A las 10 y 30 de la noche siguiente, se produjeron frustrados asaltos al Cuartel de Caballería (después sede de la Policía de Hacienda), sucesos que, unidos al descubrimiento de material explosivo en casas de dirigentes comunistas, motivó al gobierno martinista a decretar el estado de sitio y la ley marcial en los departamentos de Sonsonate, Santa Ana, La Libertad, San Salvador y Chalatenango. Poco después, implanta una severa censura de la prensa escrita, sometida a las disposiciones editoriales del jefe de la Policía Nacional.

Para la noche del 20, la alta dirigencia del PCS se reúne y debate sobre si debe comenzarse o no la insurrección en el occidente del país. Como resultado de las consultas, varios comunicados para detener a las fuerzas insurrectas fueron emitidos al día siguiente, pero muchos de ellos ni siquiera llegaron a su destino, debido a la suspensión del libre tránsito impuesto por las autoridades.

Antes de la medianoche del día 22, con la erupción del volcán de Izalco como marco cinematográfico, varios miles de campesinos se lanzaron a la invasión de poblaciones como Villa Colón, Juayúa, Salcoatitán, Sonzacate, Izalco, Teotepeque, Tepecoyo, Los Amates, Finca Florida, Ahuachapán, Tacuba y otras poblaciones más, azuzados por los dirigentes comunistas y armados con machetes y algunos cientos de fusiles Mauser, dejados por Araujo en sus manos para organizar la defensa de su régimen tambaleante.

Como miras principales, los ataques iban dirigidos contra cuarteles, guarniciones de policía, oficinas municipales y de telégrafos, al igual que contra casas de reconocidos terratenientes y comerciantes de la zona, muchos de ellos extranjeros, como fue el caso de Emilio Redaelli, trabajador de la casa Daglio, asesinado con lujo de barbarie tras la violación de su esposa y el incendio de su hogar en Juayúa, tomada por las huestes de Francisco Sánchez.

Desde la madrugada del día 23, tres intentos de toma son repelidos por las ametralladoras “tartamudas” del bastión militar de la ciudad de Ahuachapán, comandado por el general José Guevara, lo que impide que las compactas masas se tomen la ciudad, mas no que destrocen la alcaldía. En los muros de la fortaleza, un hijo del militar contempla los frutos que producen la crisis, el fanatismo político y el alcohol extraído de las tiendas saqueadas. Años más tarde, una vez entrenado por el ejército estadounidense, ese niño de doce años pasaría a ser conocido en la historia nacional como el general José Alberto “El Chele” Medrano.

Tacuba es tomada por asalto por los 1500 comunistas que dirige el estudiante universitario Abel Cuenca, quien se encuentra con el grave problema de tener que alimentar a tan grandes cantidades de población, a la vez que busca evitar que continúen las violaciones y el pillaje generalizado, para poder establecer un gobierno regional alternativo.

En la mañana del día 23, los insurrectos realizan un frustrado intento de tomarse el cuartel de Sonsonate. Su herido comandante, el coronel Ernesto Bará, conduce la acción de rechazo, en la que perecen más de sesenta insurrectos, a cuyas fuerzas bombardea un avión en otros puntos del occidente salvadoreño.

Por disposición del Presidente, varias columnas de soldados, policías y guardias nacionales parten por tren desde San Salvador hacia las zonas insurrectas. Viajan bajo las órdenes expedicionarias del general José Tomás Calderón. Una vez han hecho su labor en el departamento de La Libertad, retoman Colón y Sonzacate, desde donde dirigen la captura de la plaza de Izalco.

Entre los días 24 y 25, las fuerzas militares gubernamentales entran en Nahuizalco, Juayúa -donde pasan por las armas a Francisco Sánchez, capturado en San Pedro Puxtla-, Ahuachapán y Tacuba. Esta última población representa la más grande batalla de la revuelta, porque los más de cien fusiles en poder de los campesinos dificultan la labor de las fuerzas gubernamentales, que en dos horas y media de combate incendian chozas y casas para obligar la salida de los atrincherados, con el fin de ultimarlos a campo abierto.

De esta forma, los sucesos de enero de 1932 constituyen el período que las generaciones posteriores de salvadoreños pueden conocer mediante los documentos progubernamentales elaborados por Jorge Schlesinger y Joaquín Méndez h., al igual que por las obras narrativas de Salarrué, Francisco Machón Vilanova y Claribel Alegría.

El 25 de enero, los gobiernos de Estados Unidos y Canadá ordenan la llegada del crucero “Rochester” y de los destructores “Wickes”, “Philips”, “Vancouver” y “Skeena” para que sus soldados y marinos intervengan y sofoquen la revuelta si fuera necesario, lo que causa indignación en el jefe militar Calderón, quien rechaza la ayuda ofrecida y garantiza el paso de turistas por el Puerto de La Libertad.
Mientras las fosas comunes se llenan en los campos de los occidentales departamentos aquejados por la “ola roja”, los comunistas registrados en los libros de votaciones son capturados en San Salvador y llevados a las márgenes del río Acelhuate, donde pelotones de seis soldados fusilan a grupos de entre seis y cincuenta personas, los que luego son sepultados en fosas comunes o sometidos a la incineración.

Impulsada por una comisión formada por Angel Guirola, Rodolfo Duke, Tato Meardi y Francisco A. Lima, la sociedad civil cierra filas en torno a la acción represiva y anticomunista emprendida por el mandatario militar. Cuarenta mil colones donan cada uno de los bancos emisores para alimentar a las tropas de búsqueda y exterminio de los focos rebeldes, cifras a las que se unen otra igual del señor Herbert De Sola, diez mil del Casino Salvadoreño y setenticinco mil colectados en donativos populares, aportes individuales que oscilan entre cinco y mil colones.

Por su parte, tres mil miembros de la alta sociedad, profesionales, burócratas, artesanos, tenderos y reservistas se unen a las Guardias Cívicas que se organizan para relevar a las fuerzas militares en las zonas bajo control. A estas entidades paramilitares, al igual que a la Guardia Nacional, se les atribuye la represión de los meses subsiguientes, que condujo a la casi total erradicación de los remanentes indígenas de la histórica región de los Izalcos y a la desaparición de su lengua náhuat.

Como último evento de esos hechos sangrientos, el 31 de enero, un consejo de guerra presidido por el general Manuel Antonio Castañeda juzgó y condenó a Martí, Luna y Zapata a morir fusilados en el Cementerio General de San Salvador, previo traslado desde sus celdas en la Penitenciaría Central, ubicada donde ahora se alza el céntrico edificio del Fondo Social para La Vivienda (FSV).

El fusilamiento se verificó en la primera mañana de febrero, pero las declaraciones previas de Martí -en relación a que en San Salvador había ocultas más de mil bombas y que pronto se produciría un rebrote comunista- recrudecieron la persecución y la represión de toda actividad sospechosa de sedición y subversión contra el Estado.

Como herencia de aquellos años, la cifra exacta de muertos quizá nunca pueda saberse. Hasta la fecha, periodistas y tratadistas sobre el tema como Thomas P. Anderson, Jorge Arias Gómez, Patricia Alvarenga y otros han manejado cifras que varían desde 4800 hasta 30000 personas fallecidas en esa coyuntura de la historia salvadoreña, que -como sostiene el investigador social Jaime Barba- ahora urge de una revisión histórica desapasionada y científica, con miras a la verdadera reconciliación nacional.
“Luego de la matanza de 1932, en las zonas rurales [de El Salvador] las [poblaciones] indígenas dejaron de desplegar abiertamente elementos de su cultura y su lenguaje. Las mujeres dejaron de llevar el tradicional refajo, la marimba no se escuchó como antes y no se volvió a hablar públicamente el náhuat ni ninguna otra lengua indígena. Desde entonces se ha reforzado la imagen de una nación racial y culturalmente homogénea, factor que se estima necesario para la estabilidad político-social, la preservación de las estructuras económicas y la implementación de nuevos proyectos modernizadores”.

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